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Cayó en mis manos, este calendario del curso escolar 1970-71 , y ahora
os lo transcribo, como era: |
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DÍAS FESTIVOS Y DE VACACIONES
AVENTURAS DE DEMETRIO
TRUCHAS El día 4 de diciembre de 19..., tenía yo entonces 16 años, salí al rayar el alba, camino de “La Peñota del Bierzo”. Había aparejado la mula y cogido el hacha. Iba decidido a cortar una carga de leña de roble que vendería, si las cosas marchaban según lo previsto, en Albendiego. Con el importe obtenido (ocho reales) me compraría (una chaqueta y un pantalón de pana). Pensaba estrenarlos en la fiesta de La Purísima. Una vez en el monte, anduve algunos minutos de acá para allá, arriba abajo, hasta dar con un rodal en el que la abundancia y robustez me aseguraban que, en poco tiempo, tendría la cantidad deseada. A las 12 del mediodía dispuse la caballería y los aparejos para cargar la leña. Cuando estuvo la leña sobre la mula, la herramienta recogida, el hato en lo alto de la carga y yo, bien protegido del fuerte frío con la manta, me dispuse a reiniciar el camino hacia Albendiego. El trayecto no se presentaba fácil. La mula cargada, el hielo y la pendiente abrupta me exigían extrema precaución para evitar que el animal perdiera el equilibrio. Llegado que hube, no sin enormes dificultades y mucha paciencia, a las Casillas opté por continuar el descenso por un barranco que serpenteaba hasta el Covachuelo; rodeé, pero gané en seguridad y tranquilidad. Cuando cruzaba el río Pelagallinas, por el rústico puente del que nos servimos los vecinos de Aldeanueva camino de Albendiego, vi, a través del hielo que cubría las aguas cristalinas del río, dos grandes truchas desovando. Dejé la mula atada en lugar seguro. Quise coger una piedra con la que habría de romper el hielo; pero la fuerte helada caída la noche anterior, que a esa hora, todavía permanecía por efecto de las bajas temperaturas, me lo impidió. Fui a buscarla a la solana donde el débil sol había debilitado la helada. Con la piedra en la mano volví al lugar en el que había dejado las truchas. Al acercarme, las truchas se refugiaron debajo de unas babas. Con la piedra rompí el hielo. La temperatura era muy baja: me remangué y metí el brazo. Aunque poseía cierta habilidad en estas tareas, pescarlas costó varios intentos. La sensibilidad de mi brazo disminuía con cada intento. Con las truchas a buen recaudo, y mi brazo, que ahora empezaba a ponerse negro y a dolerme fuertemente, anduve lo que me restaba de camino hasta Albendiego. Y conseguí lo que había previsto: el dinero para la ropa, y lo imprevisto: las truchas. Sin embargo, mi brazo tardó varios días en volver a su estado normal.
CLAVELINA Tenía yo entonces siete años cuando mi padre, como era costumbre, me mandó traer las vacas de la La Huerta donde pastaban a la cuadra con el fin de ir a sacar patatas en el Covachuelo. Cuando había recorrido unos metros, un señor, que ignoraba quién era, subía hacia el pueblo; no lo reconocí. Antes de llegar a La Huerta pude comprobar que las vacas no estaban. A lo lejos divisé un grupo de unas siete vacas que sesteaban en el paraje llamado El Salvador. Hacia allí me dirigí. Cuando comprendí que podían oír mi voz, ya cruzado el río, grité el nombre de Clavelina, la vaca más dócil del grupo. Dos veces lo pronuncié, a la tercera salieron de estampida, enfilaron velozmente en la dirección que yo me encontraba. Instintivamente emprendí una veloz carrera por el prado ¡cómo corría! ¡Un corzo a mi lado hubiera parecido una tortuga! ¡El animal no se quedaba atrás! Al sentir el resuello cerca, oportunamente, al hacerle un quiebro, e interponerse en mi carrera un bosquecillo de fresno, el animal fue a enredarse en un rabiacán. Este lance me dio ventaja para alcanzar y encaramarme a tiempo en un fresno. La vaca mugía a mis pies. Tembloroso aún, sentí cómo un calor húmedo descendía por mis piernas. Al ver que la vaca, frustrada, se alejaba, fui recuperando el ánimo poco a poco. No sé cuánto tiempo pasé subido en el fresno. A mi se me hizo eterno… Repuesto, pero afectado, seguí buscando mis vacas. Recorrí la Ren del Juncal, El Praillo y La Covachuela. Ya me quedaba por recorrer otro paraje: El Salvador en el que nunca habían pastado, pero había que intentarlo, no había otra opción. Allí estaban, seguro que alguien, intencionadamente las había conducido, al aclarar el día. Ufano por haber dado un final feliz a mi tarea, me dirigí al pueblo. Esfuerzo, fatiga, miedo, riesgo no fueron suficientes para contrarrestar la tardanza... y toda mi recompensa fue un par de tortas.
DE PESCA CON MI ABUELO En una ocasión fui a pescar con mi abuelo. Mi abuelo, al que llamaban Perdigón, harto ya de mi terquedad accedió ¡Es un bendito! Llegó el día y decidió que, por ser la primera vez que le acompañaba, fuera un paraje que no ofreciese dificultades. Eligió el que llaman La Peñota. Antes de depositar nuestros escasos aparejos de pesca, al colocar la caña, vimos unas alpargatas al borde del agua. - Estas alpargatas son del cura- le dije. Mi abuelo, con cierta guasa, se puso a dar voces para provocar al dueño del calzado, pero no respondió nadie. Comencé mi faena colocando broza en lugares estratégicos del río para asustar las truchas. No debí hacerlo bien porque las truchas consiguieron burlar la celada. Por vez primera mi abuelo me dio una torta. -¡Para que aprendas!- me dijo. Al cabo de quince días, el cura con su aspecto habitual de desaliñado, me dice: - ¿Cogisteis muchas truchas? ¿Eran grandes?, ¿no? Se lo negué tres veces, como San Pedro. Pero la verdad es que aquel día nos llevamos a casa unas cuantas, ¡y buenas!
UN DÍA EN LA SOLANILLA Un día lluvioso y de niebla, cosa poco frecuente a finales de la primavera, en compañía de otros dos chavales, nos acercamos hasta La Solanilla, en cuyo paraje había un chopo con el tronco hueco donde, año tras año, criaba una pareja de mochuelos. En años anteriores, siempre cogíamos de cuatro a cinco crías. Yo, más decidido y mejor trepador, fui el primero en llegar a la altura en la que se encontraba el hueco. Metí la mano y percibí el calor y la suavidad de lo que yo pensé que serían las crías de Picorro (pájaro carpintero). Disimulando la desagradable impresión, le dije a uno de mis acompañantes: - Prueba tú que tienes el brazo más largo y delgado. Cuando estuvo en condiciones de poder meter el brazo, cosa que logró no sin dificultades, lo introdujo y al instante, nos dijo: -¡Están ya en pelito! Antes de terminar de sacar, lo que él creía la cría de picorros, saltó una rata careta golpeándole en el pecho. Del impacto y de la impresión, cayó de espaldas, desde unos cuatro metros. El golpe fue tan fuerte, que quedó tendido en el suelo, y sin conocimiento. Los demás, al principio, nos lo tomábamos a risa. Pero, cuando pasaba el tiempo y seguía inmóvil, empezamos a preocuparnos. Asustados, comenzamos a llamarlo por su nombre. Transcurridos unos minutos, abrió los ojos. Afortunadamente recuperamos la serenidad y echamos a correr, al tiempo que le decíamos: ¡Estás en pelito!
FIESTA DE BUSTARES Corría el año…….., tenía yo entonces diecinueve años. Llegó el dieciséis de agosto, el día que Bustares celebra su fiesta en honor de San Roque. Habíamos pasado la mañana metiendo hierba, y por la tarde tendríamos que llevar las mulas al Tártago. Como mozos que éramos, deseábamos intensamente ir al baile. Entrada ya la noche, dejamos el tajo y las mulas pastando, y venciendo las prohibiciones de nuestros padres, mejorando un poco nuestro aspecto con un ligero lavado de cara en el río, nos fuimos a Bustares. Con el fin de tomar contacto con los del pueblo, nos dirigimos a casa de una señora, conocida por la “Gitanilla”. ¡Muchachos!, ¿cómo por aquí?- nos dijo. Hemos bajado de la sierra. Unos se han quedado con las mulas y otros hemos venido para demostrar que somos capaces de ganar la apuesta de acudir al baile. - contestamos. Estuvimos en el baile: unos con mejor fortuna que otros. Una vez terminado, en compañía de unos mozos de Bustares, tomamos unos vinos en el bar. Bien entrada la noche, el hermano de la Gitanilla, que nos acompañaba, nos preguntó: -¿Cómo demostraréis que habéis estado en el baile? Yo os puedo escribir una nota que lo confirme. También os puedo acompañar y testificar. - No hace falta. Danos unos bollos y será suficiente. Pero como no tenía nada que hacer nos acompañó. Nosotros pensábamos que se volvería al llegar a la ermita, pero continuó. El río quedaba ya a unos doscientos metros y él no se volvía. - No es necesario que nos acompañes ya, conocemos el camino- le sugerimos. No sabemos si de buena o mala gana; pero se volvió. Nosotros, que estábamos impacientes por coger cerezas en el Tirao, en una dehesa debajo de La Navaza, esperamos que traspusiera y nos dirigimos, a toda prisa, a los cerezos. De regreso en el Tártago, nos dispusimos a dormir lo poco que debía de quedar de la noche, porque ya quería apuntar el alba por las cumbres; lo hicimos con la preocupación de no quedarnos profundamente dormidos. -¡Vámonos!- grité- ¡Que ya ha salido el sol! Cuando entrábamos al pueblo, nos cruzamos con algunos mozos que ya habían hecho dos o tres viajes de paja, de las eras al pajar. Tuvimos que soportar reproches de palabra y otros con la mirada. Estaba ya dando la vuelta a la parva con mi padre cuando llegó un tío mío acompañado del dueño del bar de Bustares. - ¿A qué hora han venido los chicos esta mañana? – preguntó el de Bustares. - ¿Qué chicos? – replicó mi padre sorprendido. - Los que han estado en el baile durante la noche pasada- aclaró aquel. Sin promediar palabra cogió la horca mi padre y salió corriendo y jurando detrás de mí. La gente le animaba y gritaba: “¡cómo fuera hijo mío!”. Dos horas pasé forcejeando con mi padre: él que quería pegarme y yo que le decía: ¡hasta que no diga que no me va a pegar no pienso ir…!
UN DÍA DE VERANO Durante el verano, bien por el trabajo, bien por las fiestas, los chicos pasábamos mucho sueño. Una tarde de tormenta me encontraba en casa de un amigo. Aprovechando la inactividad que acompaña en el medio rural a las tormentas, mi amigo me dijo que se echaría a dormir un rato. Al cabo de unos diez minutos la tormenta había oscurecido tanto la tarde, que parecía que había anochecido. Subí a la habitación donde dormía, es un decir, porque no habría tenido tiempo, ni, de quedarse traspuesto, y le dije: - ¡Levántate, que ya es de noche! ¡Gandul! ¡Que llevas durmiendo desde ayer por la tarde! - ¡Qué panzada me he pegado durmiendo! – dijo mientras se desperezaba.
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