RUPERT CROFT-COOKE
Como otros pueblos pequeños y aldeas españolas. Argamasilla tiene una institución de gran antigüedad e importancia: el banco de si no fuera.
En este caso banco no significa un establecimiento bancario, sino un asiento. En el jardín, junto a la iglesia, había uno largo que estaba ocupado cada mañana, y también cada tarde, por cinco ancianos imposibilitados de una u otra forma, que se complacían en pasar las horas en deshilvanadas conversaciones, observando silenciosas y aburridamente a los paseantes, y en las trágicas suposiciones de los ancianos.
"Si no fuera" es el nombre que les dan, porque la conversación de quienes ocupan el banco va siembre a parar a la misma frase: " Si no fuera por mi reumatismo." " Si no fuera por mi nieta." Los ensueños, las oportunidades perdidas y los lamentos se agolpaban en sus mentes confusas.
El "banco de si no fuera" de Argamasilla soporta a sus cinco fieles concurrentes, los cuales, cojos, sordos, desdentados o aparentemente sanos, se dirigen con esfuerzo hacia él a horas regulares y permanecen allí, mirando lo que sucede ante ellos, inclinado uno hacia delante, sobre un bastón, con la cabeza caída y con la espalda encorvada otro. Algunos días conversan entre sí y alguna que otra vez se tornan casi joviales, por ejemplo, al contarse entre risitas y jadeos algún viejo cuento verde que ya han oído contar y se han contado entre sí docenas de veces. Otros días suelen permanecer sombríos y desconcertados o demasiado aquejados de dolores para conversar o para poner mucha atención en lo que pasa en torno a ellos. Uno usa un sombrero negro y redondo de alta copa, como los de los puritanos de tiempos de Cromwell, y otro un maltrecho panamá.
"Si no fuera" por la enfermedad de mi hijo. "Si no fuera" por el viento.
¿Hay otros esperando a tener derecho a sentarse allí? Quisiera saberlo. Ha de venir un anciano por primera vez tímidamente y con un poquito de vergüenza por haber renunciado a la lucha, o se las arreglará para acercarse a grandes pasos con aire fingidamente bravucón, y ocupará su puesto diciendo "sólo es por un par de días, hasta que me reponga tras mi enfermedad". Sentarse allí, ¿es un honor o una ignominia?. ¿No estarían más contentos en sus casas que dejan cada día para venir al banco, acaso, o serán amablemente forzados a venir, por alguna hija, nieta o sobrina, que quiere limpiar la casa y a quien el anciano resulta un estorbo?.
Raramente fuman y no se les ve nunca en ninguna otra parte, sino en el banco o camino de él, y su manutención apenas debe costar nada a sus familias. Y todavía piensan en las posibilidades que hubiesen podido surgir "si no fuera" porque. El mismo nombre del lugar de su descanso muestra que no carecen de esperanzas.
En el pueblo hay ciertos edificios que deben conocerse. El más famoso es la casa de Medrano, con su calabozo, en el cual se supone que Cervantes estuvo prisionero. Más, para mí, son más evocadoras dos, la del propio Don Quijote y aquella en que vivió el bachiller Sansón Carrasco y en las cuales aún viven sus descendientes. Ninguna de las dos está abierta al público, ni está señalada con una placa, ni es otra cosa que el hogar de una familia actual.
La casa de Don Quijote es tal como yo la vi cuando leí por primera vez la novela. Hay una ancha arcada con puerta de dos hojas, a través de la cual era llevado Rocinante ; el patio donde el ama quemó los libros y las habitaciones en las cuales el Caballero hacía sus frugales comidas y se desojaba sobre los libros de caballerías. El hogar de los Carrasco está, andando, a cinco minutos de allí.
Son casas tan poco señaladas en un pueblo de edificaciones antiguas, que uno se percata de que no hay afectación o artificio en imaginarlas habitadas por los personajes de una novela de hace tres siglos y medio. Tampoco se precisa una imaginación cultivada para ver al bachiller, al licenciado, al barbero o a Sancho mismo, yendo presurosos al modesto hogar de Don Quijote para discutir con él o desalentarle respecto a su última manía.
Pero el calabozo es otra cuestión. Sería preciso ser un osado visitante de Argamasilla, para expresar dudas públicamente acerca de esto y para hacer ver que no hay pruebas ni testimonios verdaderos de que Cervantes viera nunca sus húmedas paredes. Porque todos en el pueblo están seguros de que el autor de Don Quijote fue tenido en él durante un tiempo considerable y que la novela fue concebida, sino realmente escrita, en estas tenebrosas profundidades.
Esto es debido a una frase descuidada de Cervantes en el prólogo, donde llama a su libro "hijo seco, avellanado, antojadizo, y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno; bien como quien se engendró en una cárcel". Aún cuando se vea en estas palabras una referencia directa de su propio encarcelamiento, puede muy bien, y ésta es la opinión de muchos críticos, referirse a su encarcelamiento en la cárcel de Sevilla. Pero no hay que pedir a ningún argamasillero que lo crea. Para ellos no existe la menor duda. Cervantes fue metido en ese agujero inmundo y subterráneo por haberse permitido ciertas libertades con la hija de un gran personaje de la localidad, y allí concibió el Quijote. En efecto, en 1860 se montó realmente en la casa de Medrano una prensa de imprimir, de modo que una de las más hermosas, entre los cientos de ediciones del libro, pudo ser impresa allí; un gesto en reparación de la memoria de Cervantes. La infanta sacó la primera hoja de la tirada .
Al entrar al calabozo hay una placa con una inscripción (en castellano, naturalmente) tomada del prólogo de Hartzenbusch a la edición que se imprimió allí:
"En aquel tenebroso encierro, en aquel angustiado cofre de cal y canto, la fecunda mente de Cervantes concibió la idea vastísima, triste algunas veces, siempre regocijada, de su Don Quijote. Desde aquí, rompiendo su imaginación las gruesas y toscas paredes que le apresaban, se esparció sobre las dilatadas llanuras de La Mancha ":
Hay también enmarcadas fotografías, de cierta ocasión solemne - el Centenario de Cervantes, imagino- donde se muestra a buen número de personas, de apariencia importante, con sombreros de copa, congregadas en este lugar.
El calabozo mismo es húmedo y sombrío, como lo eran todos los de aquel tiempo, estando iluminado únicamente por un agujero a ras del suelo. Hasta el cuarto de guardia que hay sobre él es malsano y lo suficientemente sombrío como para creerlo inhabitable.
Pero aquí no experimento ninguna sensación de reconocimiento, de confianza, de que esta escena sea todo cuanto pretende ser, como me ocurre al ver la casa de Don Quijote. Quizá porque el Caballero es más real para mí que su creador, o porque éste es un lugar que se exhibe con un encargado de él, mientras que la casa de Don Quijote no está señalada y casi no es visitada. Aquí no puedo evocar el espectro del prisionero, como puedo hacerlo en la casa de "un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor". Sé que Don Quijote vivió aquí, partió de aquí para sus aventuras y aquí regresó vencido para hacer su testamento y morir. Pero que Cervantes estuviera o no estuviera preso en la casa de Medrano, es otra historia, para ser discutida sobre los hechos y, por esa razón, mucho menos convincente.
La vida de Argamasilla, bastante apacible la mayor parte del año, se hace más vivaz cuando el tiempo de la cosecha se acerca a su plenitud. Todo el mundo sale al campo entonces, hasta las mujeres y los niños, y pueden verse a niñas partir al trabajo de mañana y regresar de él luego de oscurecido. Andrés encontró esto bastante desagradable, pero yo, que recuerdo otras cosechas en otros países, sé que los niños no sufren daño y que disfrutan con este par de semanas anuales de trabajo, como los niños de Londres disfrutan con los suyos en los campos de lúpulo de Kent, los hijos de los gitanos, recogiendo frutos y hortalizas en el valle de Evasham; o los niños portugueses, en el valle del Duero, durante la vendimia.
En el campo, junto a nuestra tienda, había una descarada tunantuela que trabajaba en él. Los dimes y diretes inmemoriales del cortejar rústico empezaron para Andrés cuando la muchacha al pasar volvió el rostro para llamarle ¡idiota! . Poco después, tuvo necesidad de venir frecuentemente al pozo cerrado que está cerca de nosotros, y tras varios filtreos y paradas culminaron en una visita de los dos al cine de la localidad.
Sin embargo, nadie tiene tiempo para nada que no sea la cosecha, salvo los niños muy pequeños o los viejos del banco de si no fuera . Los pastores - o los cabreros, si se quiere, pues sus rebaños están siempre mezclados - son los únicos cuya vida conserva su ritmo mesurado. Cada mañana nos despertamos al oír el perezoso tintineo de las esquilas de las ovejas y, al oscurecer, cada día, un gran rebaño de estos animales, rucios, negros, castaños, leonados o de un blanco sucio, suelen deambular por aquí plácidamente, con los dos jóvenes cabreros, indiferentes a ellos y el uno respecto al otro.
Los carros no cesan de pasar, y, aun cuando su paso no pueda ser apresurado, su número se acrecienta a medida que la cosecha avanza. En la oscuridad, mientras estoy tratando de dormirme, puedo oírles por el camino y, cuando despierto por la mañana, ya van traqueteando por ahí.
Los manchegos tienen fama de ser taciturnos y devotos y su expresión ciertamente es, con frecuencia, un tanto sombría, y en cuanto a su devoción, la gran iglesia del pueblo está llena durante la misa hasta los días de entre semana y hasta durante la cosecha. Pero no carecen ni de humor ni de tolerancia, y en interminables retazos de conversación con los argamasilleros he descubierto que, bajo su exterior adusto, son cordiales, jocosos y fáciles de tratar. Al poco tiempo me sentía como si fuera del lugar, y estaba en situación de cambiar saludos con la mayoría de sus habitantes, incluyendo a los dueños de los puestos del mercado, los asiduos concurrentes del casino y varios tenderos.
Comí bien en aquel pueblo. La única carne que podía conseguirse era la de cordero. "Sólo matamos carneros", dijo el carnicero del mercado gravemente. pero ¡qué carne! Guisado en un puchero de barro con cebollas, ajo, setas de los campos y tomates era un alimento regio.
Había dos casas en las cuales servían comidas. Una de ellas, un pequeño bar, me proporcionó otro punto de contacto con "Don Quijote". En la cuarta o quinta venta del libro, cada una de las cuales está descrita con sentimiento y viveza por Cervantes, Sancho pregunta al ventero qué puede darle para comer. "Pedid lo que queráis", le dice el mesonero, "que de las pajaricas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar" está proveída la venta.
Empieza el diálogo y Sancho pide una polla y el ventero se lamenta de haber mandado sus pollas a la ciudad, el día anterior. ¿Ternera o cabrito?, sugiere Sancho, sólo para oír que se ha acabado todo. ¿Jamón y huevos? ¿Cómo podía haber huevos si no había gallinas? Entonces, ¿qué diablos hay aquí?. Resultó que había dos uñas de una vaca que hubieran podido ser ofrecidas al principio, ahorrándose muchos donaires.
Así ocurrió con nosotros. Decididos a comer algo preparado, mandé a Andrés a explorar. En el primer bar, le ofrecieron, como a Sancho, lo que quisiera. Se tardó cinco minutos en dilucidar el hecho de que la única comida que había era la que Cervantes llamaba la " merced de Dios" , porque era el único plato que nunca faltaba en La Mancha : huevos con jamón. Pero los cinco minutos fueron bien invertidos, ya que la charla fue una reproducción, casi completa, de la que Sancho tuvo con el ventero de las cercanías de Zaragoza.
Tanto Jaccaci como Azorín hablan con entusiasmo de su alojamiento en Argamasilla, hace sesenta y cincuenta años, respectivamente. Jaccaci se hospedó en "El parador del Carmen", la casa de un cierto Gregorio, el cual es presentado detalladamente, y Azorín en casa de la señora Xantipa. Actualmente sólo hay un sitio que pretende, modestamente, ser una pensión , pero bien atendida y limpia, a cargo de una simpática anciana señora cuyo nombre no es menos encantador que los de sus predecesores: la casa de Sinforosa. Y si sólo puede ofrecernos la " merced de Dios" , la completa con una sopa, una ensalada de tomates y un plato de ciruelas claudias.
Así transcurre el día en el pueblo. ¿Cuántos días? ¿Cuántas semanas?. No puedo recordarlo, y creo ser tan impreciso, en cuanto al tiempo, como Cervantes, cuyas inconsecuencias en este aspecto eran múltiples. Pero en cuestiones de lugares y de distancias es meticuloso, no traiciona nunca la confianza que ponemos en su exactitud y yo confío en comportarme así.
Sombrero ligero y flexible confeccionado con los tallos de una palmera especial (jipijapa) en Ecuador, Perú, Colombia y Panamá. Su nombre se debe a que la ciudad de Pananmá era su centro de distribución.
Se trata de la célebre edición de Ribadeneyra, prologada y comentada por Hartzenbusch.