Mientras que el cuerpo de ejército del mariscal Soult rechazaba a los ingleses en Galicia, el ejército español de Andalucía realizaba delante de Cuenca diferentes movimientos, por los cuales parecía que amenazaría Madrid. El mariscal Victor salió el diez de enero de Toledo con el primer cuerpo de ejército, para oponerse al ejército español mandado por el duque del Infantado.
El primer cuerpo de ejército estuvo algunos días en las inmediaciones de Ocaña, avanzando lentamente sin tener noticia alguna del enemigo. Fuese por casualidad o por ignorancia de la localización, las divisiones francesas se hallaron el trece por la mañana de tal modo empeñadas en medio de las de los españoles, que sin tener ninguna intención de cercarlas, ellas mismas se creyeron envueltas. La división Villate fue la primera que encontró una parte del ejército enemigo, formado en batalla sobre la cresta de una colina elevada y escarpada. Los españoles tenían más confianza en la fuerza de su posición, que en la experiencia de sus tropas compuestas la mayor parte de nuevas levas. Cuando vieron la impetuosidad y la sangre fría, con que los franceses trepaban por las rocas arma al brazo, se desordenaron después de haber hecho la primera descarga, y encontraron en su retirada no lejos de Alcazar a la división Ruffin, que buscando al enemigo le había envuelto sin saberlo. Muchos miles de españoles se vieron entonces obligados a rendir las armas: un gran terror se apoderó de todo su ejército, y los diferentes cuerpos que le componían se precipitaban ciegamente en todas direcciones. Muchas de estas columnas enemigas, que procuraban escaparse, fueron a parar al parque de artillería del general Cenarmont, y fueron recibidas con descargas de metralla que les obligaron a cambiar de dirección. La caballería enemiga encontró un cañón francés con los caballos muy fatigados, y desfiló en silencio por los dos lados del camino. Los franceses hicieron más de diez mil prisioneros, y tomaron cuarenta cañones, que abandonaron los españoles en su huída. Si la división de dragones del general Latour-Maubourg no hubiera estado demasiado fatigada para seguir al enemigo, el ejército español hubiera caído entero en poder de los franceses.
El trece de enero, día en que se dio la batalla de Uclés, mi regimiento salió de Madrid para reunirse al primer cuerpo de ejército; el catorce dormimos en Ocaña, el quince encontramos a tres leguas de esta villa a los prisioneros españoles, que venían de Uclés, y eran conducidos a Madrid. Muchos de estos infelices caían abrumados por la fatiga, y otros morían de inanición, cuando no podían andar más eran fusilados inhumanamente. Esta orden sanguinaria había sido dada en represalia de que los españoles ahorcaban a los franceses que hacían prisioneros. Unas actitudes tan violentas tomadas fuera de tiempo contra enemigos desarmados, que debían ser protegidos por su debilidad misma, no podían en ningún caso ser justificadas por la necesidad de represalias. Estas medidas tan crueles, nada políticas, se alejaban del gran objetivo de la conquista, que debía ser la sumisión perdurable de los pueblos. Es cierto que impedían que los campesinos españoles fuesen a sus ejércitos; pero el resultado era que la guerra de emboscadas sucedía a las batallas campales, en las cuales nuestra eminente superioridad táctica probablemente nos hubiera dado siempre los medios de vencer a nuestros enemigos, y de someter enseguida por la amabilidad a los hombres, que la disciplina militar tenía ya medio domados. Los franceses hubieran tenido que lidiar con cuatrocientos mil hombres solamente en lugar de doce millones de seres vivientes animados por el odio, la desesperación y la venganza.
Uno de estos desgraciados españoles llamó particularmente nuestra atención: estaba tendido en el suelo, y herido mortalmente, sus largos bigotes negros y su uniforme hacían ver que era un soldado viejo, no se le oían más que palabras mal articuladas invocando a la virgen y los santos, procurarnos reanimarle con aguardiente, pero espiró pocos minutos después.
Nada hay más horroroso que seguir a alguna distancia a un ejército vencido. Como no habíamos tenido parte en los sucesos de nuestros camaradas, que acababan de batir a los enemigos delante de nosotros, ningún recuerdo de nuestros propios peligros, de nuestras fatigas o de nuestras inquietudes pasadas disminuía el horror de los espectáculos que se presentaban a cada paso a nuestros ojos. Atravesábamos las campiñas desiertas y asoladas, y nos alojábamos junto a los muertos y con los heridos, que se habían arrastrado en el lodo para venir a espirar sin socorro. No se veía otra cosa por todos los lugares que vencidos en el campo de batalla de Uclés.
Nos unimos en Cuenca a nuestro ejército, y nos acantonamos por algunos días en las inmediaciones de San Clemente y de Belmonte. Esperábamos nuestra artillería, que con mucha dificultad andaba una ó dos leguas cada día, porque las lluvias habían inutilizado los caminos de tal suerte, que a veces era preciso reunir los tiros de muchos cañones para arrastrar uno solo.
Atravesamos enseguida la patria de D. Quijote para ir a Consuegra y Madrilejos . El Toboso se parece perfectamente a la descripción que ha hecho de él Miguel de Cervantes en su inmortal obra de don Quijote de la Mancha. Si este héroe imaginario no fue durante su vida de un gran socorro para las viudas y los huérfanos, al menos su memoria protegió contra los desastres de la guerra la fantástica patria de su Dulcinea. Cuando los soldados franceses veían en las ventanas alguna mujer decían riendo, aquella es Dulcinea. Su alegría dio confianza a los habitantes, quienes en lugar de huir como acostumbraban ante la primera vista de nuestras vanguardias, se reunieron para vernos pasar. Las chanzas recíprocas sobre Dulcinea y don Quijote fueron un vínculo común entre nuestros soldados y los habitantes de El Toboso, y los franceses bien acogidos trataron a los habitantes con delicadeza.
Permanecimos más de un mes acantonados en La Mancha. Cuando habitábamos en las casas y cuando vivaqueábamos en los campos, nuestro modo de vida era siempre el mismo; solo que en lugar de trasladarnos de una casa a otra, dejábamos nuestra hoguera para ir a sentarnos alrededor de la de nuestros compañeros. Allí pasábamos las largas noches en beber y en hablar de los acontecimientos presentes de la guerra, o en oír a los veteranos la relación de las campañas pasadas. Algunas veces un caballo atormentado por el frío del rocío al acercarse la aurora, arrancaba el piquete a que estaba atado y venía con suavidad a poner su cabeza cerca del fuego para calentar sus narices, como si aquel antiguo servidor hubiera querido recordar que también él había tomado parte activa en los hechos que se estaban refiriendo.
La vida que teníamos, sencilla y agitada al mismo tiempo, tenía sus males y sus encantos. Cuando estábamos al frente del enemigo veíamos a todas horas del día entrar y salir destacamentos, que traían noticias de diferentes partes de España muy lejanas. Cuando recibíamos la orden de estar prontos a montar a caballo, podíamos ser enviados a Francia, a Alemania y a la extremidad de Europa, o a un pueblo inmediato; cuando nos separábamos, no sabíamos si nos volveríamos a ver; cuando nos deteníamos en alguna parte, ignorábamos si debíamos permanecer allí algunas horas, o meses enteros. La más larga y más momentánea espera se pasaba sin fastidio, porque estábamos siempre aguardando un acontecimiento imprevisto. Las más de las veces carecíamos absolutamente de las cosas más necesarias a la vida; pero nos consolábamos en la escasez con la esperanza de una mudanza próxima. Cuando nos hallábamos en la abundancia, nos apresurábamos a disfrutar, nos acelerábamos a vivir, y todo lo hacíamos de prisa porque sabíamos que nada debía durar. Cuando el cañón de las batallas sonaba a lo lejos anunciando un combate próximo en un punto de línea enemiga, cuando los cuerpos marchaban con diligencia al lugar de la acción se veían a los hombres, a los amigos que servían en diferentes cuerpos, detenerse para abrazarse y darse un pronto adiós: sus armas se tropezaban, sus penachos se cruzaban, y volvían prontamente cada uno a su fila.
El hábito de los peligros hacía mirar la muerte como una de las circunstancias más ordinarias de la vida: nos condolíamos de nuestros compañeros heridos; pero cuando ya no vivían no se manifestaba hacia ellos más que una indiferencia, que llegaba a menudo hasta la ironía. Cuando los soldados reconocían a uno de sus camaradas tendido entre los muertos, decían: ya no tiene necesidad de nada ; no maltratará más su caballo ; no podrá ya emborracharse. Ésta era la única oración fúnebre a nuestros guerreros a aquellos que fallecían en los combates, que manifestaban los que las proferían un desprecio estoico a la existencia.